El perdedor gana

Terminada la votación, la bancada popular aplaudió como si el primer diputado que dejara de hacerlo fuera a ser enviado a Errekondo disfrazado de muñeca legionaria. Una larga ovación que no sólo saludaba el advenimiento de un presidente con el que se redime un arquetipo perdedor, hecho de demoras y mireustés. También expresaba una sensación de desquite. Por la penitencia desde 2004. Por el cordón sanitario, el pacto del Tinell y demás achiques de espacio vital. Por las intrigas internas de los que no se resignaban luego de la derrota de 2008.

En la réplica al discurso de Alfonso Alonso, Rajoy se acordó de los resistentes que le hicieron compañía y de sus leales parlamentarios, que no siempre tuvieron fácil serlo. En los pasillos, antes que de alegría, los populares hablaban de alivio: en lo particular del partido, terminó un ciclo muy duro, casi parecía que volvían de un exilio interior.

Antes de todo eso, la matinal sirvió para que Amaiur abriera voz en la cámara. Tantas culpas quería aligerar Iñaki Antigüedad en su abracadabra de la reconciliación, que se las quitó incluso a los ríos. «Ahora hablo como hidrólogo», dijo cuando aseguró que el Ebro no tiene culpa de ser frontera: puestos a pedir amnistías, hasta fluviales, por qué no. Cuando Antigüedad no habló como hidrólogo, estuvo solvente en lo formal, pero no trascendió la misma maraña de tópicos abertzales que en las últimas décadas permitió adormecer conciencias ante el asesinato.

La misma jerga endogámica del «conflicto», la misma equidistancia moral entre un criminal y su víctima, el mismo desplazamiento de la responsabilidad hacia el Estado, ni un ápice de remordimiento, de empatía con todos cuantos fueron cosificados y abatidos por el terrorismo sin que Antigüedad exigiera entonces el cumplimiento de derechos harto más importantes que el de su delirio terruñero: el de la vida, el de la libertad.

Consiguieron disolver muertos y amputados en un relato que enfría el horror y calienta el falso romanticismo de la emancipación de una comarca como la de los hobbits. Avalan su proceso con una bolsa de votos que en realidad es idéntica a la de la Batasuna histórica, que no ha atraído por tanto a ilusionados con su noción de la paz. Y piden que el tránsito de la institucionalización se complete en un desmemoriado chasquido de dedos, ¡abracadabra! No sólo lo piden, sino que Antigüedad advirtió a Rajoy de que ésa es su única oportunidad de pasar a la historia como estadista: satisfacer su particularidad con camisas de leñador y estela de cadáveres.

Fue gracioso que invitara a Rajoy a ser radical: como si Thelma y Louise te invitan a subir al descapotable.

Cuando Rajoy le despachó con un recordatorio de funerales y con una bofetada -«Yo a usted no le debo nada, y la sociedad española tampoco»- y le conminó a exigir la disolución de ETA, Antigüedad trató de aferrarse a coartadas internacionales externalizando su discurso: el star-system de Ayete, Stormont, hasta Isaac Rabin, mientras se provocaba un esguince de lengua con una frase por la que habrían pagado los hermanos Marx: «Llegará el día en que todo el mundo sea consciente de lo que todo el mundo es consciente».